martes, 29 de octubre de 2013

Sucedió en la granja

         Ya que se acerca Halloween, quiero compartir con vosotros un relato breve pero intrigante, ilustrado por Xavi Pastor. Os diré que se lo mandé antes del verano a una revista literaria murciana, pero me han dicho que no les cabe en su próximo número... así que ha vuelto a mis manos a tiempo para acompañarnos en esta fiesta, que algunos rechazan por ser americana (mientras devoran la última novedad de Hollywood).

         Sucedió en la granja
         El gato era pequeño, negro, con los ojos amarillos. Yo no sé si no sería el Demonio. Salió del bosque una maña­na mientras yo estaba cortando leña y se vino direc­tamente hacia mí. A lo mejor llevaba un buen rato vigilándome. Se paró a pocos metros de la pila de troncos, se sentó como una persona y se me quedó mirando fijamente.
         A mí nunca me han gustado los gatos. Son rebeldes y traicione­ros. Tienen de bueno que se comen los topos, las ratas y demás alimañas, pero son capaces de acabar con todo un gallinero en menos de diez minutos. Nosotros no teníamos gallinas. Sólo las tres vacas, el burro -Johnny- y los dos cerdos.
         Le iba a dejar en paz, lo juro, pero tanto mirarme me puso nervioso, y le hice un amago con el puño. El gato se arqueó mientras me taladraba con sus ojos afilados y bufó con un silbido que desde luego no era de este mundo, así que cogí el hacha, me fui a por él en dos carre­ras y le atrapé pisándole fuerte por la cola; entonces, aquella bestia se rebulló y empezó a arañarme la bota, claván­dome las zarpas en los bajos del pantalón. Parecía mentira que un animal tan pequeño pudiera atacar con tanta rabia.
         Le golpeé con el mango del hacha hasta que se tran­quilizó, y entonces le aparté de una patada y le sacudí con la hoja en el cuello. El hacha se hundió una cuarta en la tierra, y la cabeza rodó por la hierba como una pelota de tenis.
         Cogí al gato por el rabo, con cuidado de no pringar­me con la sangre que salía del cuello a borbotones, entré en la cuadra y se lo eché a los cerdos: son animales que se comen cual­quier cosa. Los nuestros eran gor­dos, hermosotes, con muy mala sombra. Empezaron a gruñir y a pelearse entre ellos por los despo­jos.
         Salí de nuevo al campo y miré al bosque de reojo, temiendo que fuera a venir cualquier otra cosa del inte­rior. Aquel bosque era muy frondoso y siniestro.
         De pronto sentí un mordisco en la planta del pie. Miré hacia abajo y se me subió el corazón a la boca. La cabeza del gato estaba mordiendo una de mis botas: los dienteci­llos afilados se habían clavado en el cuero y sus ojos amarillos, completamente abiertos, me miraban con rencor. Di dos, tres patadas en el aire hasta que conseguí desprenderme de ella, e inmediatamente la machaqué con uno de los tarugos que acababa de cortar.
         Entré en casa y subí al dormitorio para ponerme ropa limpia, porque me había llenado de sangre y de sudor. Cuando llegué arriba mi mujer se estaba levan­tando, y ya saben uste­des lo que le ocurre a un hombre cuando le sube el calor. Conque me eché encima de ella y la metí otra vez en la cama. Las cosas que ocurren entre marido y mujer.
         Que en paz descanse, porque yo no sé qué habrá sido de ella.
         En mitad del acto conyugal se oyó un golpe terrible dentro de la cuadra, luego unas carreras escaleras arriba, gruñidos, jadeos, y cuando quise darme cuenta los cerdos estaban rompiendo a patadas la puerta del dormito­rio. Tenían la boca manchada de la sangre del gato y me miraban con la misma rabia de aquella alimaña.

         Mientras mi mujer chillaba como una loca y se apretaba contra la pared del dormito­rio yo salté por la ventana y caí de cabeza sobre la hier­ba. Me puse en pie, di la espalda al bosque y empecé a correr como un loco hasta salir del pueblo. Des­pués me dijo el médico que había corrido kilómetro y medio con un tobillo roto. No sé más.

Ilustración de Xavi Pastor

No hay comentarios:

Publicar un comentario